Tengo unos meses trabajando en un preescolar. Fue rara la manera en que llegué ahí. Los veía como pequeñas bestias capaces de devorarme. Aprendimos a convivir unos con los otros durante la media hora al día que nos vemos. Más de cien caras y voces extrañas en una jornada laboral completa. Los que aún no se acostumbran a nosotros son los peces y las tortugas. Los he analizado. Son pequeños peces Beta en un tanque de no más de un litro. Unos son más tristes que otros.
Me gusta verlos, cómo las educadoras los van olvidando hasta antes de mandarlos a la casa de algún niño emocionado y un papá desdichado. Pienso que muchos de ellos no son más que el reemplazo, la copia exacta de alguno que se fue por el desagüe cuando lavaban la pecera. Tal vez esa suerte tuvo la tortuga... la que desapareció. Hay otra, es la misma, la de siempre. Con su caparazón seco, las piedras malolientes. Reviso los trabajos de los niños y regalo un vaso de agua a los solitarios animales acuáticos.
No los entiendo, pensé que el pez beta del aula tres había muerto, el agua apenas lo cubría, no había movimiento y lancé sobre su cuerpo el chorro de agua pura, comenzó a nadar. Pude descubrir que los peces también tienen jaulas. Sus aletas se entumen en el fondo del tanque, se hunden, se asfixian con sus propios desechos. Los peces también tienen alas y pueden volar, no sé si tan alto como los sueños humanos o bajos como las aves rapaces.
Los veo morir todos los días, así como yo, cuando suena la alarma, cuando me visto rápido, cuando desayuno algo porque sé que no lo haré en ese preescolar donde no se han enterado que la Revolución trajo jornadas de trabajo más justas. Ahí donde las maestras se devoran unas a otras y el jefe busca contar sus penas y culpar de sus problemas a medio mundo mientras a escondidas manda mensajes al personal nuevo buscando a la primera que acepte algo con él.
Al fin de cuentas es un lugar triste, donde los peces no pueden volar, ni los que tenemos alas de Beta, o espiritu inquebrantable de tortuga. Todos se vuelven animales carroñeros, incapaces de subsistir por su cuenta, incapaces de volar, se arrastran por los suelos agrietándose la piel hasta dejar los desechos entre los pequeños pupitres... ahí donde los niños tratan de vivir, de pensar, de jugar, de aprender, de amar, de volar... ellos notan que las alas se rompen. Tienen el corazón tierno, por eso sobreviven. Pero en las últimas semanas han olvidado a los peces, juegan con pequeñas pistolas de papel, pelean, golpean y poco a poco han dejado de mirarse...
Al fin de cuentas es un lugar triste, donde los peces no pueden volar, ni los que tenemos alas de Beta, o espiritu inquebrantable de tortuga. Todos se vuelven animales carroñeros, incapaces de subsistir por su cuenta, incapaces de volar, se arrastran por los suelos agrietándose la piel hasta dejar los desechos entre los pequeños pupitres... ahí donde los niños tratan de vivir, de pensar, de jugar, de aprender, de amar, de volar... ellos notan que las alas se rompen. Tienen el corazón tierno, por eso sobreviven. Pero en las últimas semanas han olvidado a los peces, juegan con pequeñas pistolas de papel, pelean, golpean y poco a poco han dejado de mirarse...
Hice un pacto con los animales, debemos aguantar un par de meses más, solo sesenta días. Debemos sobrevivir, tal vez pueda robar a la tortuga, tal vez deje de tener el caparazón reseco... no podré salvar a los peces, tendrán que volar. Ese lugar se derrumba sobre la cabeza de todos. Perdí a los niños, perdí a los peces y perdí las alas...