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domingo, 20 de agosto de 2017
sábado, 12 de agosto de 2017
Madrugadas
¿Cuántas veces sincronizó la gotera con sus parpadeos? ¿Cuántas el tic-tac del reloj con sus latidos? ¿Cuántas calló su respiración para volverse imperceptible? Perdió el número mientras mataba a los impulsos de su cuerpo para que no se moviera. Estaba ahí, contando los minutos para ver la luz del sol. Ahí, en ese cuarto oscuro, prisionero de la incertidumbre. Tenía ganas de cerrar los ojos y soñar, soñar, perderse en cualquier sueño, aunque fuera una pesadilla y despertara bañado en lágrimas. ¿Y qué? que al cabo ya lloraba todas las noches. ¿Qué importaba? Si ya mojaba la cama todos los días con ese sudor nervioso que le atormentaba una hora después de haberse adormido.
Una hora, sólo una hora para despertar y mirar de nuevo el techo, la luz de los electrodomésticos, la cortina del cuarto sin puerta, el cristo al que rezaba, y, por su puesto, sus pies bajo las sábanas. Qué pesadez aquella que le provocaban los dedos, esos, lejos de sus manos, esos que hormigueaban... qué ansias de salir a caminar por la casa, de sentarse un rato frente al televisor y no importaba no encenderlo si podía imaginar que estaría viéndolo. ¿Pero qué se hace cuando se es el extraño? El extraño, no invitado, no requerido, solamente el que llegó así, al que le hacen el favor de estar ahí...
Otra vez a llorar, sus murmullos se escuchan angustiados, ¿A quién le grita en silencio? Ya no mira el cristo, ni la puerta, ni las sombras, tiene los ojos cerrados. tiene las manos sobre el pecho, los pies contraídos y su respiración forzadamente controlada. Es un monstruo el que le susurra al oído, no lo ve, no lo escucha, pero su peso lo aplasta, como si tuviera el techo por cobija...
Él no quiere esa cama, esas cobijas, ese techo, esas sombras, ese silencio. No quiere contar goteras, ni repasar las lecturas del colegio en su mente, ni esperar a los primeros rayos del sol. Quiere irse, quiere estar seguro. Quiere ponerse el uniforme, salir de ahí caminando con la mochila en su espalda, llegar a la escuela y tener nuevas lecturas, nuevos cuentos e historias que no tenga que repasar en la noche... quiere salir del colegio y ver a alguien que lo espere, quiere irse a casa, donde quiera que eso sea.
Una hora, sólo una hora para despertar y mirar de nuevo el techo, la luz de los electrodomésticos, la cortina del cuarto sin puerta, el cristo al que rezaba, y, por su puesto, sus pies bajo las sábanas. Qué pesadez aquella que le provocaban los dedos, esos, lejos de sus manos, esos que hormigueaban... qué ansias de salir a caminar por la casa, de sentarse un rato frente al televisor y no importaba no encenderlo si podía imaginar que estaría viéndolo. ¿Pero qué se hace cuando se es el extraño? El extraño, no invitado, no requerido, solamente el que llegó así, al que le hacen el favor de estar ahí...
Otra vez a llorar, sus murmullos se escuchan angustiados, ¿A quién le grita en silencio? Ya no mira el cristo, ni la puerta, ni las sombras, tiene los ojos cerrados. tiene las manos sobre el pecho, los pies contraídos y su respiración forzadamente controlada. Es un monstruo el que le susurra al oído, no lo ve, no lo escucha, pero su peso lo aplasta, como si tuviera el techo por cobija...
Él no quiere esa cama, esas cobijas, ese techo, esas sombras, ese silencio. No quiere contar goteras, ni repasar las lecturas del colegio en su mente, ni esperar a los primeros rayos del sol. Quiere irse, quiere estar seguro. Quiere ponerse el uniforme, salir de ahí caminando con la mochila en su espalda, llegar a la escuela y tener nuevas lecturas, nuevos cuentos e historias que no tenga que repasar en la noche... quiere salir del colegio y ver a alguien que lo espere, quiere irse a casa, donde quiera que eso sea.
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