Dios, absorbido por el agujero blanco de su
realidad inimaginable, cayó en el cosmos, arrojado en millones de colores que
otrora tuvieron una forma gaseosólida;
se dispersó por el vacío dejando fragmentos de sí, que se convertirían
en las estrellas, las galaxias, los planetas, los gases del universo, luz y
rayos aniquiladores. Se fue empequeñeciendo en el aburrimiento de la nada, se
llenó de hastío y podredumbre que lo hacía explotar una y otra vez sin
cansancio. Dios se fue destruyendo a sí mismo hasta que sólo quedó una pequeña
luz de lo que un día lo llenó todo. Un ente sideral atrapado en los trozos de
su propia existencia que se fueron expandiendo hasta hacerlo ver diminuto ante
el universo que se creaba en su presencia. Con todas sus fuerzas, dio un último
grito austero en el silencio calcinante de la oscuridad, arrojó sus fuerzas al
vacío e inició un incendio, pero cada vez su vaporoso estado declinaba, sin
fuerzas se sentó sobre el fuego y fue arrojando piedras, que giraban a su
alrededor, y cuando su cuerpo se quedaba vacío, irónicamente empequeñecido en
un cascaron de su existencia, comenzó a crear la fuerza y vida con la esperanza
de volver al negro espacio.
Se creía vacío, inexistente y muerto sin darse
cuenta de que había creado el universo, así que eso lo llevó a abrazar sus
partículas y a arrojarlas por todas direcciones, a las que llamó Monocelulas,
hechas con la sustancia de su materia, a su imagen y semejanza. Dios murió ante
su gran obra, quedo esparcido cual catastrófico tornado, así su presencia llenó
el universo, las cosas que lo forman. Millones de años después, cada Monocelula
tomó una forma y una consciencia peculiar y evolucionaron hasta convertirse en
Policelulas. Aprendieron métodos de convivencia y en un remoto planeta, de una
alejada galaxia, las Policelulas comenzaron a buscar su origen caótico: por el
universo entero examinaron cada partícula, cada átomo de todo lo que
encontraban y no lograron verlo. Se multiplicaron un y otra vez por el temor de reducirse. Evolucionaron, se
extinguieron, renacieron. Miles de formas, colores y sonidos preciosos, figuras
y sensaciones que se transforman y crecen alrededor de todo. Nacen, viven y
mueren como parte de un proceso mecánico cuantificable.
Se preguntaron sobre la veracidad de su existencia,
sobre la manera en que se crearon, se inventaron falsas y acertadas teorías. Y en un ciclo cósmico al que llamaron un día,
una especie de Policelula en particular tuvo una idea: Dios. Pensó en ese
nombre, en atribuirle la existencia de todas las cosas vivientes e inanimadas,
le regalo un sistema institucionalizado al que bautizó como Religión. Cada ente
comenzó a creer en esa palabra en distintas maneras, se sintieron hechos
semejantes a él y le otorgaron omnipresencia. Así, a miles de millones de años
de su muerte, Dios volvió a existir. Lo vieron simple, razonable, creíble,
extraño y conocido; lo vieron aun cuando las ideas son imposibles de ver. Lo
agrandaron hasta convertirlo en gigante, le pusieron ojos, nariz, boca, sexo y
lo convirtieron en humano y sobrehumano.
Cuántos millones de años acontecieron, cuántas
vidas pasaron y cuán grande es el universo que no se entiende, es una
complejidad de existencias, colores y ritmos. Buscaron a Dios en palabras,
conceptos, ideas, imágenes, sonidos y cualquiera que fuera la creencia que les
rodeara, jamás lo encontraron. Encontraron diferencias irremediables entre sus
puntos de vista, al grado de comenzar con una de las palabras más terribles de
todas las eras: la guerra. Mataron a diestra y siniestra hasta olvidar el
motivo de la riña, sin mirar lo infinito de su presencia.
Alejandra Rizo