Tengo mucho sueño. ¿Cuántas veces no he tenido sueño y estoy despierta? Es el silencio de la noche lo que detiene mis párpados. Es la soledad del alma la que no deja dormir. Son las ausencias. Es el dolor. Y a quién no le duele que se le vaya la vida tan solo pensando.
Tenía diez años y ya pensaba en ahorrar suspiros para que no se me escapara la vida. Ya pensaba que dormir era una cosa inútil, aunque siempre me ganaba el cansancio y terminaba cerrando los ojos. Ahí era cuando la muerte podía tomarme. No era una suposición mía, me lo dijo tantas veces en los sueños que preferí dejar de soñar. Parecía no cansarse y me tomaría en algún momento de descuido.
Aprendió a ver en la oscuridad y yo a sentirla. Apreciaba ese momento de calma que me regalaba justo antes de encajarse en mis huesos hasta oprimirme; luego se iba. Me mostró el vacío y me enseñó que rezar no me servía con ella.
Me refugié en la cotidianidad para no verla, aprendí a ignorarla, a dormir poco durante el día y velar mi vida durante la noche. Aún así permanecía en las sombras mostrándome su propio vacío. Estaba hecha con mi sangre, era igual a mí: oscura, eterea. Me daba tanto miedo mirarla. Comenzó a dominarme, a controlar mi mundo. No descansaba. Se notaban sus inmensas ganas de conocerlo todo a través de mis ojos. A veces, cuando duermo, veo la sangre que tanto le complacía y no dejo de pensar en aquel hombre al que no le impidió morir. Pienso en su garganta abierta, en sus gritos ahogados. No pude verlo, pero sabía que estaba ahí. Lo escuché con ese maldito insomnio. Pensé que se trataba de una pesadilla, pero por la mañana estaba la sangre pegada a mi ventana.
Cada noche de silencio recuerdo a ese hombre, a la Muerte mostrando, pidiendo y suplicando que abriera la ventana para verlo. Yo sabía que esa oscuridad quería vivir encarnada, quería mi lugar y que yo tomara el suyo. Se lo di.
Buenas noches.