Era curioso cómo el calor disfrazaba el río en un camino
inerte, pero llegaba la temporada de lluvia y el frío se levantaba con sus
aguas. Se hacía pedazos entre nuestras manos unidas. Nos soltábamos para
caminar despacio a la cocina, esa vieja estufa que necesitaba de los cerillos,
no tenía mucho que pedirle a las modernas, porque su calidez pasaba de la flama
hasta la olla de barro, al agua y a los granos de café.
De esos tiempos solo queda una bolsa de papel con café en
su interior. De esas tierras, el aroma. Ahora son mis manos cansadas las que
toman los granos y los llevan al agua; que el dulzor, fragancia y textura me
lleven a unos ojos de tierras lejanas.
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