El pago del mes había llegado a mi puerta. Había acordado
con La-Lupe, como le conocían los del barrio,
que iríamos de compras tan pronto como eso sucediera. Estaba un poco
nerviosa, era una charla entre dos amigas solteras y borrachas. Estaba
convencida que era lo necesario.
Una debería sufrir por amor y no por sexo. Conocer penes de
distintos tamaños y sensaciones de presencia descomunal –afirmaba ella –debía ser
igual de bueno como para un hombre conocer distintas vaginas. Ser mujer es
complicado, una se puede creer lo feminista que sea, o al menos es mi caso,
pero llega el momento de enfrentar a la familia y da un poco de miedo ser tan
independiente, así que a agachar la cabeza y portar un papel sumiso. En
realidad no es un problema del feminismo o machismo, sino algo totalmente mío.
Siendo mujer hay tanto por hacer en nuestras cavidades.
Sinceramente ya estaba harta de frotarme el clítoris para todo. Y no es lo
mismo la penetración de los dedos que el de un cuerpo fuerte, grande y agresivo
como el de un varón. Si el galopeo la hace a una vibrar de emoción. A falta de
un toro al cual domar, comencé a experimentar boca arriba, con la almohada, en
la regadera, con los ojos cerrados, abiertos, en la esquina de la cama, en el
buró, sobre la lavadora, con las piernas cerradas, abiertas, dobladas, viendo
porno (lésbico, gay, interracial, bondage, hentai, etc.), con el chocho
depilado o peludo, con mi mano izquierda, con mi mano derecha y llegué a
cansarme. El clítoris está muy bien, pero faltaba eso… la vibración. Satisfacía
mi cuerpo: a la vulva, a los pezones, las piernas y hasta a las nalgas, pero
olvidaba a la vagina. ¿Cómo es que podía darle acceso al pene, pero no a mí
misma? Digo, la vagina es mía, puedo entrar y salir cuando quiera.
Lupe lo comprendió al instante, aunque no opinó. Simplemente
realizó la cuenta regresiva hasta el día de hoy. Así que señorita… ¿podría
darme un lubricante con olor a fresa, un desinfectante y un dildo de tamaño
mediano, suave y con un color divertido?
Alejandra Rizo.
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